Fallout New Vegas: ¿Quién quieres ser en el fin del mundo?

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Diez años han transcurrido desde el lanzamiento de la aplaudida obra de Obsidian: Fallout New Vegas. Es increíble como pasa el tiempo, ¿verdad?

En una industria obsesionada con la huida hacia adelante, bombardeando mensualmente con títulos ambiciosos y de enorme calidad, debo admitir que se trata de un videojuego al que vuelvo asiduamente. Hace tiempo que me perdí entre las colinas del desierto de Mojave y jamás encontré la forma de volver. Pero no puede importarme menos.

Mi introducción a Fallout New Vegas, y a la franquicia Fallout, fue una experiencia reveladora. Me encontraba en un centro comercial con unos amigos. A lo lejos, atisbé una pantalla encendida y, junta a ella, una reluciente PlayStation 3. Ya sabéis, una de las tantas versiones de prueba para que saques de quicio a tus padres en Navidad. Me escabullí movido por la curiosidad. La pantalla mostraba un escenario sucio, desordenado, el caos en su máxima expresión. Me sorprendió lo desfasado que se encontraba gráficamente para la época: las texturas eran toscas, el rostro del avatar no alardeaba de excesivos detalles, los colores apagados y pardos se me antojaban antiestéticos.

Afortunadamente, mi mente puberal supo ver más allá de las apariencias. Agarré el mando y atravesé la puerta que tenía frente a mí. Recuerdo ese primer impacto: un resplandor cegador que dejaba paso a paisajes estériles que se extendían hacia un aparente infinito horizonte, el agradable sonido de la arena mecida por el viento, las aves carroñeras surcando el cielo en busca de despojos, un robot que torpemente se internaba en un poblado cimentado mediante chatarra.

Caminé hacia esos edificios hasta que me detuve nuevamente cuando, frente a mí, desfiló una extraña y enfermiza criatura bicéfala. Parecía desollada, o quizás calcinada, pero ahí estaba, siguiendo su eterna rutina de NPC. No parecía atacarme, su peligroso aspecto tan solo era una tapadera disuasoria. Traté de interactuar con ella. ¿Acaso me dará una misión? ¿Me explicará las reglas que articulan este peculiar mundo? ¿Podrá acompañarme cuando explore el yermo? Golpeé todos los botones. En algún momento los puños de mi personaje se alzaron y le asesté un puñetazo al animal. La apacible escena se transformó súbitamente en uno de tantos duelos del hombre contra la bestia. La criatura gruñó, su sonido me resultaba familiar pero no era momento para cavilaciones ya que comenzó a embestir contra mi avatar. Debía protegerlo. Volví a atacarlo, soltó otro alarido, la sangre salpicaba la arena. Finalmente, mi reciente némesis se desplomó inerte.

Respiré aliviado, mi vitalidad estaba en las últimas, había sobrevivido por los pelos. No debí bajar la guardia. Sonó el disparo de un rifle y la cabeza de mi personaje salió disparada. Una cómica cámara lenta adelantaba la pantalla de Game Over mientras que mi cuerpo caía poéticamente junto al cadáver de quien fue mi mayor enemigo. Ignoro a donde fue a parar la cabeza, el impacto fue tal que se perdió tras los límites de la pantalla.

Cargué la última partida guardada. El particular “día de la marmota” tan característico de los videojuegos me devolvió a aquel paraje que me conmovió hace apenas minutos. Busqué por el asentamiento al artífice del asesinato y lo encontré: una amable joven que, junto a su perro, velaban por la protección del lugar. Este descubrimiento me hizo comprender que en ese paraje la vida carecía de valor y que podía acabar viendo nuevamente el cadáver de mi personaje en cualquier cuneta si me pasaba de listo.

Pero había algo más. 

Ese personaje tenía un nombre, una personalidad, un papel dentro de la narrativa de Fallout New Vegas y… una barra de vitalidad. Tan solo era alguien que, como yo, había sido forzada a abrazar el lenguaje de la violencia para sobrevivir y cuya vida era tan arrebatable como la mía. Esta versión del post-apocalipsis me arrancó del cómodo útero del videojuego convencional y no titubeo a la hora de arrojarme a una tierra donde la libertad es total para lo bueno y para lo malo.

Noto que una mano agarra la manga de mi camisa, tirando suavemente para llamarme la atención. Es hora de irse, se mueren de hambre. Asiento con una sonrisa, suelto el mando y me giro sobre mis talones. Mientras atravesamos el establecimiento me preguntan qué juego era. Me río y respondo: “no tengo ni puñetera idea”.

Pasarían un par de años hasta que conocí y completé Fallout 3. Las ruinas de Washington D.C se posicionaban como un personaje más en esa disputa entre aquellos estrafalarios guerreros embutidos en armaduras descomedidas. Las largas caminatas junto a Albóndiga se atenuaban con las virachas canciones de la radio de Yermo Capital cuando el carismático Three Dog no comentaba mis épicas hazañas. Era un título que, en su devastado universo, era hermoso a su manera. Pero no pude olvidar mi cuenta pendiente. Tras presenciar su conmovedor final, volví.

Volví a Las Vegas.

La trama de Fallout New Vegas era más extensa y compleja: eramos tan solo un engranaje en aquella bomba de relojería a punto de detonar sobre la presa Hoover. Facciones de ideologías divergentes se disputan el territorio y eres libre de apoyar a quien te plazca. Personalmente, decidí comprobar los límites de la libertad propuesta por Obsidian. Aquel joven que asesinó al inofensivo Brahmán, empleando tan solo sus manos desnudas, susurraba en mi oído: “serás el mayor hijo de puta del desierto de Mojave”.

Me alié con una legión añorante del esplendor de la antigua Roma que crucificaba y torturaba a sus oponentes, con una distintiva sociedad que mantenía prácticas caníbales entre bambalinas y con un peligroso culto con devoción hacia los explosivos. Juntos arrasamos asentamientos, ejecutamos sin compasión a nuestros contrarios y esclavizamos a sus familias. Lideré una rebelión dentro de la legión, acabando con la vida de su líder y otorgándole el poder a una máquina de matar sin cordura. Las aguas de la presa Hoover se tiñeron de rojo mientras mis compañeros de armas gritaban “¡temed la ira de César!”.

Estaba ante un verdadero juego de rol. Tomé un papel y lo llevé hasta las últimas de sus consecuencias viendo cuán lejos podía llegar; entretanto, Obsidian me ofrecía las herramientas necesarias para mi cometido. Y esa es la máxima del estudio: la libertad a la hora de enfrentar sus universos. Desde Pillars of Eternity y su reinvención del clásico Baldur’s Gate; hasta su reciente space opera en The Outer Worlds pasando por las intrigas y el espionaje de Alpha Protocol. Títulos que ofrecen un acercamiento libre y que invitan a la interpretación del jugador.

Se acerca el final del artículo. Es hora de volver al desierto. Sigue tan hechizante como siempre. Recargo el revólver y sintonizo la radio para escuchar al Sr. New Vegas (adoro a ese tío). A lo lejos diviso las luces de neón de la nueva ciudad del pecado. He oído la leyenda de su fundador, un tal Robert House, quizás sea hora de conocerlo.

Carlos
Carlos
Odio todo lo que escribo. Normalmente podéis encontrarme en Rivellon o en un Taco Bell.

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